Me dejó huella, a ti, mi Keila.

Un día de agosto de 2013 llegó a mi vida un bebé de Rottweiler. En la camada no era precisamente la favorita, ya que llevaba la lengua fuera todo el rato, era torpe y no muy esbelta. Me propusieron que me llevara a la otra, que «crecería mejor», pero yo me llevé a mi Keila. Le dije a la señora que ella encajaría mejor conmigo, entre risas. Aún recuerdo lo que era tocar ese pelo suave de bebé, tener que ponerle un cascabel porque se perdía por casa y lo dormilona que era.

En mi familia siempre hubo muchos problemas, así que Keila se convirtió en mi apoyo incondicional. Cuando pasaba noches de insomnio, bajaba con ella a la calle a dar paseos. Cuántas veces lloraba y ella me lamía las lágrimas… 

¡Joder! Ya estoy llorando mientras escribo. Era una perra que adoraba a la gente, a los niños y a los demás animales. Era una pena que estuviera considerada una raza peligrosa, porque vivió bastante marginada. Mucha gente le tenía miedo, mientras ella les ponía ojitos y les movía el rabo para saludarlos, mientras ellos la miraban con desconfianza por el bozal.

Le encantaba meterse en el mar a nadar, pero una ola le dio un buen susto y tuve que hacer mucho «entrenamiento» con ella para que volviera a jugar en el agua. Ya no nadaba, pero sí buscaba piedras. Me lo puso muy fácil con su educación, era muy obediente y respetuosa. Era todo amor. De verdad que era como una hija para mí. 

La echo tanto de menos que solo el que haya vivido algo así lo puede entender. Me siento muy agradecida por haberla tenido en mi vida, y solo espero que algún día nos volvamos a encontrar, porque el día que se fue, una gran parte de mí se fue con ella.

Se fue joven, pero feliz amada y querida. 

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