Mentiras heredadas

Esa noche salieron a cenar como tantas otras, a aquel restaurante apartado con vistas al mar, donde casi siempre estaban solos. Una risa cómplice los unía, las manos entrelazadas, las miradas apasionadas… nada delataba la herida que ambos arrastraban.

De camino a la habitación, él coge el teléfono. Con una excusa barata cuelga a la que dice ser la mujer de su vida. Por un segundo se le atasca el pensamiento: recuerda cuando su padre no volvía a casa y su madre pasaba la noche llorando. Pero se bebe un par de copas y se convence de que así se le olvidará. Prefiere concentrarse en la rubia impactante que siempre le había llamado la atención en aquel bar.

El teléfono suena otra vez. Esta vez es su hijo pequeño. Apenas siete años, incapaz de dormir sin el cuento de buenas noches de su padre. Pero hoy no lo tendrá. Él cuelga, elige seguir.

Horas después, cuando regresa a casa, todos duermen. Se asoma al cuarto del niño y la puerta lo delata: el pequeño se despierta y le pregunta por qué no estuvo, por qué no le contó su cuento. Él, sin querer, viaja al pasado y se ve a sí mismo preguntándole lo mismo a su propio padre. Pero ahora no siente nada. Ni culpa, ni arrepentimiento. Solo vacío. Ese mismo vacío que intenta llenar con noches de engaños.

Se encierra en el baño y frente al espejo evita mirarse a los ojos. No soporta reencontrarse consigo mismo. Luego se acuesta al lado de su mujer. La abraza fuerte y le susurra que lo siente, que se había entretenido con trabajo. Ella sonríe tranquila.

Él se gira, enciende el teléfono y escribe un mensaje rápido:
—¿Mañana repetimos?

Del dolor heredado, puedes elegir: transmitir un eco o silenciarlo.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *