Ausencia
Desde que te fuiste, algo se rompió dentro de mí.
Siempre dije que, si un día te ibas, yo me iría contigo.
Y aunque sigo aquí, es duro decir que solo estoy físicamente.
Porque se abrió una herida.
Un agujero negro que se llevó todo de mí,
como si todo lo que era estuviera basado en ti.
No es de extrañar.
Llegaste en una época joven de mi vida y me enseñaste a querer,
a amar como nadie más supo hacerlo.
Estuviste en mis momentos más bajos
y me diste los más felices.
Te convertiste en mi mundo,
en mi razón de existir,
de seguir adelante.
Porque antes de ti no había nada que me sostuviera.
Me limpiabas las lágrimas
y comprendías mi alegría,
que se te contagiaba.
Recorríamos la ciudad en mis noches de insomnio
buscando comprensión en un mundo que parecía hecho para nosotras.
Es que no necesitábamos nada más.
Es duro aferrarse a tus recuerdos,
porque es lo único que me queda desde aquella amarga y repentina despedida.
Lucho contra el olvido como forma de seguir queriéndote,
como antídoto ante esta vida que se me hace más cruel que antes de que nacieras.
Recuerdo tu olor, tu tacto, tu calor.
Y, como supongo que ocurre en todo proceso de enfermedad repentina,
me culpo.
Me lleno de rabia, de preguntas,
y me castigo con un duelo eterno
en el que estoy sola,
porque no puedo acudir a ti.
Tu ausencia es la que me hace llorar,
y a la vez, tú serías la única capaz de detener este dolor.
Por eso creo —desde la más absurda inocencia—
que no entiendo la muerte,
que no voy a lograr aceptar que te fuiste.
Te repito en mi cabeza,
vuelvo atrás en un bucle que cualquiera llamaría enfermizo.
Y me trae sin cuidado.
Porque también te doy las gracias.
Porque el día que me vaya yo,
habré conocido el dolor más profundo con tu partida,
pero también el amor más auténtico,
ese que muchos ni siquiera llegarán a imaginar.
