Ella, Él y el Mar…
«¡Qué bonito es el mar!» —dije en alto, en un intento de autoconvencerme de que no estaba despistada, de que realmente lo estaba disfrutando y de que me sentía tan relajada como aparentaba.
En mi cabeza, las imágenes pasaban como en una película. Quizá haber visto tanto cine ayuda a que la mente sea experta creando escenas; incluso añadía colores que no recordaba.
Las olas, con ese azul turquesa y su espuma de fondo, deberían darme calma. Siempre disfruté del mar.
Dentro de mí intentaba llamar a esa versión antigua de mí misma, como si estuviera en un pozo e intentara cogerla de la mano.
«¡Ey! Ven, mira esto!»
Pero nada… Ni caso.
Intenté fijarme entonces en unas espigas cercanas, tratando de ver su belleza.
Casi me reí por dentro, burlándome de mí misma:
«¡Pero mírate! No eres capaz de olvidarla… Está en todas partes.»
¿Me había dejado vacía?
¿O ya estaba vacía antes de que llegara?
Al volver a nuestro antiguo lugar de encuentro, noté que no la echaba de menos.
Simplemente me había acostumbrado a su presencia en mis momentos de tristeza, a sus abrazos que luego aprovechaba para apuñalarme, a esas tardes de falsa compañía que después dejaban una ausencia ensordecedora.
Un silencio y un dolor inexplicable que tenía que combatir sola, porque ni siquiera me atrevía a compartirlo.
Cuando llegué a casa, hice una valoración desde la distancia y me sentí feliz.
Había conectado con partes de mí que creí perdidas.
Y aunque en el momento me sentí nerviosa, volví a vivir el mar.
Y quería estar en ese lugar una y otra vez.
Pero esta vez, con abrazos que de verdad arropaban del frío, se estaba mejor.
Gracias al mar.
Gracias a ti.