La adopción
Cuando la vida me arrebató a Keila, no podía ver a ningún perro.
Entré en una especie de bloqueo emocional hacia esas pobres criaturas y no me veía con ningún otro en casa.
Casi un año después, apareció un anuncio en una red social de un pequeño chihuahua que “Necesitaba ayuda”. Tenía cinco años.
Y no sé qué me pasó…
Ya había visto otros anuncios antes, otros perros.
Pero este era diferente.
Contacté con quien lo difundía pensando:
“Total, no me gustan los perros pequeños. Con este bloqueo, solo va a ser conocerlo y no conectar…”
Con esa idea de seguir en mi mundo, para que no me cupiera otra herida.
Nos conocimos al lado de mi calle.
Bajé la cuesta y lo vi, en brazos, aterrorizado.
Físicamente le faltaban todos los cuidados. Los ojos se le salían de la cara.
Yo creo que se estaba sintiendo un producto.
Y algo me decía que no era la primera vez.
Pedí cogerlo en brazos.
Y en cuanto lo intenté, lejos de rechazarme, se agarró a mí como si estuviera pidiendo ayuda, clavando sus uñas más largas de lo normal en mi piel.
Qué os digo… me enamoré.
Yo estaba rota por la pérdida de Keila.
Y él también.
Necesitaba todo el amor que un día le di a ella para curarse.
Así que no pude irme sin él.
Les dije:
“Sé que hay que arreglar papeles y eso, pero me lo llevo. El perro no me suelta y yo no quiero que se vaya ya.”
Se quedaron alucinados.
Me dijeron que lo traerían en unos días.
Y les insistí en que no.
Al rato, me estaba girando hacia mi casa con lo que fue otro de los amores de mi vida.
Uno que me enseñó que un corazoncito roto también te puede curar… si lo ayudas.
Nunca te voy a olvidar.
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