La niña que no escuchaste
Siempre
me pusiste unos escalones inalcanzables, te juro que, siendo bien
pequeña, usaba escaleras de adultos para subirme allí arriba y, aún
así, tampoco me sonreías… “Está bien, es lo que tienes que
hacer”, decías con desprecio.
Aún recuerdo cómo le dolió a aquella niña ver su dibujo en la
basura roto a pedazos. Ese día noté que algo se había roto, pero,
por desgracia, ese dolor punzante iba a ser parte de mi rutina. Cosas
que en mi cabeza había guardado en una carpeta junto con tus sutiles
palabras sobre mi físico, mi pelo o mi forma de actuar…
Es curioso cómo tus palabras se convirtieron en un eco que, a lo
largo de los años, en cada trabajo, cada relación, cada
interacción, me repetías que no era suficiente. Como, con tu burda
sutileza, conseguiste adueñarte de mi mente y hasta de mis acciones,
hasta hacerme caer en una red en la que no debería estar ninguna
hija. No hablo desde el odio, ni desde el rencor, hablo desde la
pena, de pensar en aquella niña que tuvo que crecer así, con una
mente rota y sola, abriéndose camino entre tanta inseguridad, sin
entender cómo iban a quererla si no había conocido el amor.
Inventé los abrazos, los que no había conocido, los inventé con
la familia que escogí y, desde entonces, deberías saber todo lo que
curan. Son capaces de unir las piezas cuando estamos muy rotos.
Inventé los besos, algunos hasta te los enseñé. Ahí te pude
enseñar que no te hablaba desde el rencor, que nadie nace aprendido
y que todos podemos curar, aunque tu voz y tus ecos sigan siendo
iguales.
Inventé el querer, sobre todo a mí misma. Creé una fortaleza,
un sitio aquí dentro al que puedo venir cuando el mundo me supera.
Creo que le dicen amor propio, mamá. Es maravilloso, me ha costado
mucho tiempo de llorar, de gritar y de conocer gente que viene y va…
Tú sigues siendo la misma conmigo, yo sigo queriéndote
desde aquí.
…